La caravana migrante que desató a todas las demás tras salir el 12 de octubre desde San Pedro Sula, la que fue imparable hasta hoy, se ha topado con un objeto inamovible: el muro fronterizo de los Estados Unidos. Más de 5,000 personas esperan sin saber exactamente qué, en una suerte de purgatorio llamado Tijuana, donde fueron recibidos con desprecio. Los días pasan y las opciones se agotan.
Viernes 23 de noviembre. Rachel llegó a Tijuana apretujada en el interior de un furgón que transportaba 45 ataúdes y 140 personas.
El señor Melena, camionero de profesión y oriundo de Guadalajara, venía saliendo de Mexicali, con su furgón medio vacío, listo para llevar cajas de muerto a una funeraria que las había encargado el día anterior. En la carretera, un grupo de personas le hizo parada: “Me nació del corazón ayudarlos. No todos son malos, hay de todo”, explicó después el señor Melena. Compadecido, permitió a los migrantes ordenar los 45 cofres en una especie de altillo dentro del contenedor y meterse en el espacio sobrante hasta atiborrar aquella lata inmensa.
Ahí iba Rachel, con los ojos abiertos de a ratos, tosiendo como todos, serpenteando montañas y planicies hermosas como ella misma. A lo largo de 180 kilómetros atravesó horizontes de tierra rojiza, páramos infinitos de rocas gigantes, un desierto ruborizado por la luz. Ahí iba Rachel, confiada en el abrazo de su padre, asomada en una manta tibia, apenas audible, mínima, con sus 45 días de edad, viajando sin parar hacia la última esquina de América Latina, donde la esperaba un enorme signo de interrogación.
El juego de la papa caliente
La primera de las caravanas migrantes ha terminado de llegar a Tijuana. Durante 42 días, esta ola –que fue indetenible hasta hoy– ha recorrido casi 5,000 kilómetros desde que se gestó en San Pedro Sula, Honduras; y ha ido recogiendo a su paso a salvadoreños y guatemaltecos igual de hartos de vivir en sus patrias.
Se expusieron a las injurias de sus propios presidentes, que les acusaron de ser manipulados desde las sombras por oscuros poderes; a las calumnias del presidente estadounidense, que les llamó invasores cuando todavía caminaban por Centroamérica. Durmieron en las aceras de Ciudad de Guatemala, soportando el frío de la noche chapina; arrasaron el portón de la aduana de Tecún Umán; se convirtieron en avalancha sobre el puente Rodolfo Robles y luego saltaron desde ahí hacia el río Suchiate; se arrastraron pesadamente por Chiapas y Oaxaca, aplastados por el calor y por sus pies desollados; sufrieron la traición del gobernador de Veracruz, que les engañó, prometiéndoles autobuses que nunca llegaron; enfrentaron su propio caos, su propio hastío, se maldijeron, se enfermaron, fueron una riada famélica subiendo como hormigas la serranía poblana; entraron triunfales a la Ciudad de México, interrumpiendo a capitalinos hipsters que disfrutaban su brunch en la elegante colonia Polanco; fueron un grupo de mujeres trans tirando besos a los pasajeros de la línea azul del metro; fueron niños que viajaron en carriolas; fueron jugadores de fútbol en un campo de refugiados; se hicieron un asunto político y diplomático regional y luego emprendieron su viaje hacia “allá”. Hacia el idealizado norte.
Avanzaron como pudieron por Querétaro, Irapuato y Guadalajara y, cuando parecía que la meta se estiraba por el ancho norte mexicano, tuvieron la certeza de que no eran bienvenidos, pero de una forma rara, o sea, de una en la que el desprecio se convierte en buena noticia: los estados de Jalisco, Nayarit, Sinaloa y Sonora estaban tan afanados por no verlos, por no hospedarlos y por deshacerse de ellos lo más rápido posible, que los fueron subiendo en autobuses, de un estado a otro, jugando a la papa caliente, hasta depositarlos, finalmente, en Tijuana, municipio del estado de Baja California, donde se ha terminado el viaje. Por lo pronto.
Make Tijuana great again
En Tijuana los esperaba la más miserable bienvenida de parte del alcalde Juan Manuel Gastélum Buenrostro que, ante la imposibilidad de pasar la pelota a alguien más, se decidió por el berrinche y el insulto, diciendo: “Llegan en un plan agresivo, grosero, con cánticos, retando a la autoridad… Tijuana es una ciudad de migrantes, pero no los queremos de esa manera… en hordas… los derechos humanos son para los humanos derechos”. Que los derechos más fundamentales son para unos sí y para otros no, dijo, tan tranquilamente. Para aderezar la recepción, les llamó “vagos”, “marihuaneros”, y pidió a los cielos y al gobierno federal socorro.
También es cierto que las autoridades federales se han desentendido de un asunto que tiene que ver con México como país de paso y con la frontera: el presidente Enrique Peña Nieto se ha refugiado en el silencio más sepulcral, esperando que pasen los minutos que le quedan para entregar la Presidencia el primero de diciembre. El presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, habla en futuro; pide solidaridad con los centroamericanos y promete visas de trabajo para todos. Pero por lo pronto es solo eso: un político que promete.
El día 11 de noviembre llegó a Tijuana la avanzadilla de la caravana: un grupo de 80 transexuales que alquiló –con fondos de una oenegé– una hermosa residencia cercana al mar, en la colonia Playas, uno de los barrios más elegantes y ponderados de la ciudad. De inmediato los vecinos se crisparon ante la presencia de aquel contingente en desparpajo que pasó su primera noche cantando canciones de Rihanna y de Ariana Grande. 80 pájaras alegres descansaron amontonadas en la casa más grande que habían visitado jamás. Una vecina declaró a la prensa su molestia porque ni ella ni el resto de vecinos fueron “consultados”.
Este grupo de migrantes consiguió adelantarse al resto de la caravana gracias al apoyo de organizaciones que velan por sus derechos. Durante todo el recorrido, desde Honduras, se fueron agrupando, sin importar la nacionalidad, para hacer frente en grupo a las burlas y al acoso imparable de besos socarrones y risas que les persiguieron todo el camino, de parte de sus mismos colegas migrantes la mayoría de veces. Sin embargo, jamás se ocultaron: al no haber mejores posibilidades, se las ingeniaron para llevar los labios rojos y un palo que, a falta de bandera, ondeaba una calzoneta con los colores del arcoíris.
La cosa se complicó tres días después, el miércoles 14 de noviembre, cuando apareció un contingente más nutrido de centroamericanos. Pese a que los miembros de la caravana habían venido proclamando durante todo el trayecto, a quien quisiera escucharlos, que su meta final era Tijuana, el municipio no había tomado previsiones frente a su llegada. Nadie había acondicionado un refugio capaz de albergarlos ni había autoridades que les dijeran qué hacer, así que los forasteros se fueron acumulando por inercia frente la cerca que divide la playa mexicana de la playa estadounidense: un paseo turístico al que afeaban durmiendo apretujados unos 120 migrantes.
Un centenar de personas, que aseguraron ser vecinos del lugar, marcharon hasta el sitio donde se habían acumulado los centroamericanos y los insultaron hasta quedarse a gusto. Un mexicano lanzó una patada a un migrante y luego volaron las piedras de uno y otro lado, ante varios policías que decidieron dejar hacer. “Mire, compa –me diría días después un hondureño que estuvo en aquel zafarrancho– aquí hay gente que viene de la Planeta o de la Rivera Hernández en San Pedro Sula, gente que está acostumbrada a ver muertos. ¿Cree usted que unas piedras los asustan?”. Aquel día la violencia no escaló más. La policía finalmente metió mano y los centroamericanos retrocedieron, como fieras apaleadas.
Javier Ramírez Limón es un fotógrafo y artista que ha dedicado la mayor parte de su obra a documentar la frontera norte mexicana y comprende, como pocos, el complejísimo entramado intercultural que se acumula en aquel lugar. Vive desde hace 18 años en Tijuana y es un vecino de la colonia Playas. Para él, el asunto va más allá de un tema de xenofobia o de nacionalismos exacerbados: “Para el tijuanense el primer problema que existe es que se trastorne de alguna manera el cruce fronterizo. Si alteras el paso por la frontera les va a costar trabajo tolerarte”, explicó.
Al llegar al muro fronterizo, algunos migrantes lo escalaron y, desde arriba, lanzaron proclamas, que para los tijuanenses lucieron como un desafío a las sensibles autoridades migratorias estadounidenses: “Cuando se subieron a la barda… eso es lo peor que puede ver un tijuanense, es una cosa grave, es una falta. A veces algún adolescente se pasa unos segundos del otro lado y hace el tonto para que le saquen fotos y se regresa de inmediato y ya eso está muy mal visto”, cuenta.
“Pero hay algo más –dice Ramírez Limón– estas caravanas han trastocado la idea, la iconografía que se tiene de cómo es un migrante: cuando llegan 80 trans paseándose en tacones, hospedadas en un RB&B en Playas, y que cuando les entrevistan dicen: necesitamos esto y esto y esto, es una disrupción total. La gente está esperando migrantes sumisos, con la cabeza baja, mendigando”.
Cuatro días después del incidente entre migrantes y tijuanenses, el municipio habilitó un albergue en la Unidad Deportiva Benito Juárez, en la conflictiva Zona Norte de la ciudad, con capacidad instalada para 380 personas. Cuando les permitieron a los migrantes ocupar el lugar, eran ya más de 1,600.
El mismo día que se instalaron en el albergue, unas 300 personas se organizaron para marchar hacia el refugio, profiriendo insultos, echándolos de la ciudad a gritos, diciéndoles que eran comida para perros. Hombres y mujeres de todas las edades, jóvenes mexicanos disfrazados de militares, tipos con el rostro tapado y con camisetas con logos nazis, gente con carteles que proclamaban “Primero los mexicanos”, gritos de “nuestros pobres primero”, una mujer con una gorra roja, con la leyenda “Make Tijuana great again”, en una triste parodia del “Make America great again”, con el que el presidente estadounidense Donald Trump decora su gorra. Y aún así, en medio de aquella fauna vociferante, en medio de varios mexicanos xenófobos –mexicanos xenófobos–, Iván Riebelling se las arregló para destacar.
Es un tipo musculoso que llegó vestido como militar, aunque no hay constancia en la web de que haya pertenecido a la armada de ningún país. Se ha mandado hacer una placa que luce orgulloso, colgada de su cuello, que lleva escrito el nombre de la organización que dice presidir: “Cuerpos Diplomáticos de los Derechos Humanos”. Se paró frente a las cámaras y aprovechó sus minutos de fama para soltar una dislocada verborrea anti inmigrante: “Vienen muchos, unidos son una gran fuerza, lo que vamos a hacer es dispersarlos para que no tomen fuerza… mañana la convocatoria es a tomar todas las entradas a la ciudad para que no sigan migrando… en otros estados tenemos autodefensas, queridos hermanos, comandantes… vamos a parar esta migración, vamos a hacer detenciones ciudadanas…”, y cerró con un sonoro “bendiciones”.
Riebelling dice ser un protector del bienestar de las familias tijuanenses, aunque su nutrido prontuario delictivo parece señalarlo a él mismo como un peligro público: fue deportado de los Estados Unidos y ha sido detenido en varias ocasiones por delitos de portación de armas, amenazas con arma de fuego y tiene en su haber acusaciones de secuestro y violación.
Aquel día, el cuerpo de policías antimotines evitó que la marcha anti inmigrante llegara hasta el albergue. Al día siguiente nadie siguió las instrucciones de Riebelling, que solo volvió a aparecer días después en un video donde él mismo se filmó haciendo el mismo tipo de arengas. No es un desconocido en la ciudad, porque no es la primera vez que intenta posicionarse como líder de alguna causa, siempre con su porte matón y a punta de amenazas. Aunque la charlatanería de Riebelling no ha conseguido convocar a ninguna otra demostración pública de odio, los insultos quedaron regados en el ambiente de Tijuana, como piedras en la calle, listas para ser retomadas a la menor provocación.
Desde entonces las redes sociales han difundido un sinfín de rumores que incitan a despreciar, o temer, a los que van llegando: el video de una señora de la caravana que rechaza seguir alimentando a sus niños a base de frijoles molidos, cuya imagen sirvió para difundir la idea de que los migrantes son unos malagradecidos; un video en el que alguien que se supone es un hondureño amenaza con acribillar a los mexicanos; una falsa amenaza de “El Mencho”, líder del poderoso cártel Jalisco Nueva Generación, en la que promete ahorcar en puentes a los indocumentados. Pero el lunes 19 de noviembre, los temores de los tijuanenses se hicieron realidad: durante dos horas, de tres a cinco de la madrugada, las autoridades de los Estados Unidos cerraron por completo el paso fronterizo sobre el puente San Ysidro. Esa frontera, la más transitada del mundo, con sus 26 carriles que son cruzados a diario 300,000 veces, no había sido cerrada desde los atentados terroristas que derrumbaron las torres gemelas de Nueva York el 9 de septiembre de 2001. Esta vez, con la frontera abarrotada de vehículos, las autoridades decidieron mantener cerrados diez carriles y se tomaron la molestia de explicar que toda aquella incomodidad se debía a asuntos de seguridad provocados por la presencia de la caravana en Tijuana.
El purgatorio en un cuaderno
Un día antes de que Rachel llegara a bordo del furgón de ataúdes del señor Melena, Iván Riebelling –que para entonces ya había adoptado el seudónimo de Comandante Cobra– hizo circular un video, filmado por él mismo, dentro de la cabina de un vehículo, disfrazado de alguna suerte de G.I. Joe, con tatuajes de serpiente –quizá cobras– en los brazos, con su placa hechiza en el pecho sobre un chaleco verdeolivo y guantes de combate en las manos. Habló como un director de escuela que da un discurso impostado el día de la independencia. De fondo dejó una musiquita marcial que iba muy a tono: “Queridos hermanos tijuanenses, este es el momento para las personas que quisieron pertenecer a las autodefensas internacionales, para que demuestren que existen hombres jóvenes, sangre nueva con sangre tipo Zapata, dispuestos a defender a su patria, a su país, a su familia… hombres de honor y revolucionarios… no se preocupen, en esta ocasión no usaremos armas letales, las tenemos, pero las usaremos en dado caso que sea necesario”.
Invitó a sus seguidores a llevar pistolas de pait ball o escopetas con cartuchos de sal y congregarse en las casetas de entrada a la ciudad para impedir, se entiende que a punta de pelotitas con pintura y a escopetazos de sal, la entrada de migrantes a Tijuana. También dijo que realizarían –hablaba en un plural muy confiado– “un operativo en Playas de Tijuana para poder hacer detenciones ciudadanas, leerles sus derechos y deportarlos inmediatamente… a migración”.
Al día siguiente nadie apareció con armas de juguete en las casetas de entrada, ni siquiera el propio Riebelling. Cuando Rachel llegó, en brazos de su padre, a la caseta de entrada, un grupo de policías federales y municipales escoltó el furgón del señor Melena hasta la unidad deportiva Benito Juárez.
Con la llegada del contingente de Rachel, el martes 21 de noviembre, las autoridades municipales contabilizaron más de 4,000 personas en un espacio que se pensó para menos de 400. Muchos siguieron llegando en pequeños grupos a lo largo del día. Cuando llegó la noche, aquel era un campo de refugiados sin diseño alguno, lleno de carpas precarias colocadas en cualquier rincón, ancladas sobre la tierra misma, donde dormían familias que buscaban calor en el cuerpo del prójimo, intentando espantar una temperatura que no ha parado de bajar, que va de los 12 a los 19 grados centígrados.
Desde entonces ha sobrevenido sobre el campamento una maldición que resulta más insoportable a medida que transcurren los días: la nada, el vacío, la ausencia de movimiento. Este torrente centroamericano nació diseñado para caminar y comer kilómetros, pero las opciones reales de las que dispone le obligan a ver pasar el tiempo con impotencia, mientras todos van comprendiendo con horror que Tijuana es un limbo, un purgatorio inquebrantable y que los muros del norte son fríos y no entienden de clemencia.
Resumiendo, las opciones reales son cuatro: la primera es quedarse viviendo en México sin papeles, mendigando algún trabajo mal pagado y medrando a la sombra, como animalillos nocturnos. La segunda es aspirar a conseguir documentos y permiso de trabajo en este país. Para ello, deberán retomar el proceso que despreciaron cuando irrumpieron, sin permiso de nadie, hace más de un mes, sintiéndose invencibles: solicitar asilo ante la Comisión Mexicana de Ayuda a los Refugiados y esperar 90 días a que haya una resolución; o aspirar a algún tipo de visa humanitaria o a que el nuevo presidente cumpla sus promesas y les ofrezca permisos de trabajo. Y trabajo. Pero esta opción los obliga a asumir por un buen tiempo la maldición de la inmovilidad con una buena dosis de sumisión y paciencia, aunque por lo pronto la mayoría anda escasa de ambas.
La tercera opción es solicitar refugio en los Estados Unidos. Para ello deben anotarse en un pintoresco procedimiento con factura muy casera, que depende de un acuerdo no oficial entre las autoridades de migración mexicanas y estadounidenses: hay un cuaderno –uno común y corriente, como los que se usan para recibir clases en la escuela– donde los migrantes que pretenden tener audiencia para pedir refugio en los Estados Unidos deben apuntarse. Este cuaderno es manejado por los propios migrantes, bajo la supervisión del Grupo Beta, que es la cara amable de la migración mexicana. Las audiencias se conceden según el orden de llegada. Cada diez personas constituyen un número. Actualmente la lista tiene más de 1, 500 grupos apuntados, que datan desde el año pasado. Los agentes migratorios estadounidenses están atendiendo hoy al grupo número 1, 090. Cada día, pasan solo 60 personas: 30 por la mañana y 30 por la tarde. Los miembros de la caravana, al ser los últimos en llegar, se están apuntando en la cola de la lista registrada en ese cuaderno todopoderoso. Antes de que el primer miembro del éxodo masivo tenga su oportunidad de recibir audiencia, podrían pasar meses. Meses en los que no pasaría nada. Meses sin movimiento.
También está la opción de colarse por delante de la lista, lo cual implica cruzar la frontera a la brava, esperando ser interceptados por la Border Patrol y pedir refugio. Pero esta opción tiene el problema de las cercas y los alambres de púas y las montañas. Un nicaragüense se aventuró por el mar: esperó la marea baja y corrió por la playa, directo a los brazos de la migra. A partir de hoy, inicia un proceso que puede durar años, peleando su suerte en cortes burocráticas.
Aunque esperen meses derrapando en Tijuana para conseguir una audiencia, aunque salten bardas, los centroamericanos son el grupo cuyas solicitudes de refugio son las más rechazadas por las cortes estadounidenses. Según el investigador Ricardo Alarcón, del prestigioso Colegio de la Frontera Norte, el 79% de las solicitudes de salvadoreños son denegadas; el 74% en el caso de los hondureños y el 59% en el caso de los guatemaltecos. En términos prácticos, esto significa que, luego de haber sido parte de una gesta histórica, de haber caminado más de 5,000 kilómetros y de haber sido infinitamente pacientes, los solicitantes pueden terminar de nuevo, al cabo de unos años, de vuelta en San Pedro Sula, Honduras.
La última opción es la de toda la vida: contratar un coyote y colarse ilegalmente por la frontera, caminando por el desierto de Sonora, sorteando el río Bravo, pasando por túneles, para vivir una vida clandestina en los Estados Unidos. El problema es que la mayoría de miembros de esta romería se unió a ella, precisamente, porque no tiene dinero para pagar un coyote. Hace una década, un buen coyote, uno caro, con contactos eficientes, podía cobrar $3,000 para cruzar la frontera a alguien que ya estuviera en el norte de México. En cambio, un coyote de menor categoría, que guiaría al migrante durante días a través de páramos agrestes, sin mucha garantía de nada, andaba por los $1,500 dólares. Hoy por hoy, el precio base es de $3,000. Algunos llegan a pedir hasta $8,000 o $10,000, ante el refuerzo de la vigilancia fronteriza. Otros ofrecen colar polizones por barcos, por la módica cantidad de $16,000. Ninguno, nadie, absolutamente nadie en esta caravana ha visto en su vida ninguna de esas cantidades de dinero juntas.
Y ya. Se acabaron las opciones. No hay más.
Marco Tulio, por ejemplo, se entregó al amparo del coyote familiar, un señor que solía ser su vecino en San Pedro Sula y que ha llevado al norte a toda su familia, incluyendo a su madre y su tía, que han prometido pagar los $3,000 del viaje. La mañana del miércoles, Marco Tulio me anunció que ese día sería llevado a una casa de seguridad, junto con otras 19 personas. Desde ese día no ha vuelto a contestar el teléfono. Quizá llame algún día desde California. Quizá no.
Mauricio viaja con su bebé y su esposa. Es un tipo muy rudo, de 39 años, curtido en las peores prisiones de Honduras. En un principio, su plan era ofrecerse como “burro”, un oficio históricamente común en la frontera, que consiste en ingresar a Estados Unidos cargando una mochila repleta de droga, a cambio de ser guiado y protegido por rutas secretas. Pero no es tan fácil ir por ahí ofreciendo semejantes servicios y menos si se viaja junto con una mujer y un bebé de dos años. Piensa buscar un trabajo algo más convencional, como la albañilería, y dejar pasar el tiempo a ver qué pasa.
Al Chele, un veinteañero, lo engañaron. “Se me volteó mi primo”, dice, con el rostro en llamas y sus ojos azules brillando. Viajaba con otros cuatro amigos, que decidieron quedarse trabajando en una caballeriza de Celaya, Guanajuato, a la espera de que se enfriara la frontera y de ahorrar unos cuantos pesos. Pero su primo, que vive ya en Estados Unidos, le engatusó para que siguiera el camino hasta Tijuana, con la promesa de pagarle un coyote. Pero una vez en la frontera cambió la oferta: “Me dijo que me pase por mi cuenta y que me vaya para Phoenix y que de ahí él me manda dinero para el bus. Así me dijo el hijueputa”. Ahora deambula por el albergue, solitario, pensando en un rancho de caballos en Celaya, Guanajuato, atrapado en el purgatorio, sin reponerse aún de la traición y sin más plan que hacer fila para la comida.
Fátima espera la neblina. Es salvadoreña, ronda los 40, no cree en las grandes multitudes y está convencida de que tiene mejores posibilidades si se aparta del resto de la caravana. Ha montado una tienda de campaña sobre la arena de la playa y se dedica a vender camarones asados a los turistas en espera de la neblina. Los camarones no son suyos. Son de un señor que le entrega en comisión cinco pinchos con camarones por vez. Por cada uno que vende, gana diez pesos, o sea, $0.50. Los tijuanenses la felicitan por ser tan trabajadora. Fátima ha escuchado que en diciembre suele venir a la playa una bruma espesa, una neblina que sirve de camuflaje y entonces, dice, pasará la barda de noche, por el mar, disfrazada de espuma y nadie la verá entrar. Una vez dentro cree que los estadounidenses también la felicitarán por ser tan trabajadora.
Rachel es solo una semilla. Comenzó a migrar junto a sus padres cuando tenía apenas 19 días. Nació en Guatemala, pero ha pasado más tiempo en el camino, donde no hay ciudadanía posible, donde no hay pasaporte de caminante. Tal vez algún día sea una mujer y escuche de sus padres –dos muchachitos jóvenes que no se fían de nadie– la aventura épica que vivió antes de tener edad de recordar. Ahora deambula bajo una manta, 28 días más vieja, con la nariz escaldada por el frío tijuanense, bajo la mirada enamorada de sus padres, que no acaban de salir del asombro de su presencia. “A ver, a ver qué pasa”, dice el muchacho, sin prestar mucha atención a la pregunta, y destapa el rostro de su hija para verla de nuevo y sonreír.